Un maestro secreto

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Escuchar durante toda la tarde la Música callada de Frederic Mompou, en la versión infalible de Javier Perianes, me ha hecho acordarme de un pianista que circula por mundos semejantes, aunque su vocabulario sea el del jazz, Fred Hersch. Fui a verlo la semana pasada al Village Vanguard. Ver esa puerta roja, pequeña, tan poco imponente, esa marquesina algo gastada -a un lado una pizzería grande y vulgar, al otro una peluquería, las dos muy iluminadas, con esos neones de insomnio de la noche de Nueva York- ya me emociona de antemano. Mientras esperaba en la puerta a un amigo que al final no se presentó, un turista con aire y acento escandinavos me enseñó un papel en el que tenía escrito a mano el nombre y la dirección del club y me preguntó desconcertado si sabía dónde estaba. “Detrás de usted”, le dije. El hombre había pensado que aquella sería la puerta de servicio de la pizzería.

Bajando la escalera tan estrecha, tan empinada, uno piensa en todos los músicos que han pisado esos mismos peldaños. El club es bastante pequeño, con el techo bajo, con una forma imposible, llena de esquinas y recovecos. El techo y las paredes están pintados de negro, el suelo es de moqueta roja. Una cortina roja tapa el fondo del pequeño escenario, poco más que una tarima. Las mesas son pequeñas, redondas, tan gastadas como el resto del mobiliario. Tubos de calefacción o de agua corriente cruzan el techo. En las paredes hay viejas fotos ampliadas de músicos. También instrumentos de viento bastante abollados, tres o cuatro. La inversión en materia decorativa es cero. Igual que en el diseño del programa, un folleto que parece hecho a mano. A mano, desde luego, está escrito el rótulo que se pone en la puerta de la calle, en el interior de una especie de vitrina, con el nombre del músico o la banda que estén tocando.

La entrada y una cerveza son treinta y tres dólares, más uno de propina para la camarera. Si no se llega pronto no se ve al artista que toca, porque la tarima no está elevada. Yo logro un sitio razonable, y me voy tomando una Sam Adams bien fría mientras me dejo llevar por la musicalidad tan delicada de Fred Hersch, que tocará solo toda la semana. Es un hombre menudo, frágil, con gafas, con una perilla escasa. Empieza a tocar y tiene una pulsación en la que se nota mucho la disciplina clásica. Es un pianista de la escuela contemplativa, la de los Nocturnos de Chopin y las piezas breves de Schumann, la de los Preludios de Debussy: también, claro, la de Bill Evans y Lennie Tristano, o Thelonious Monk o Ellington cuando tocaban solos. Se aleja a veces en exploraciones interiores que podían recordar a Keith Jarrett, pero es mucho más contenido, más pudoroso. También más fiel a sus maestros. Toca como esas personas que hablan bajo y que crean en torno suyo el silencio necesario para que se las escuche. No da ni una sola nota efectista, no hace ninguna concesión. Tampoco rehuye hurañamente la conexión emocional con el público. Toca una pieza de Antonio Carlos Jobim y parece que está cerca de Bach y de Villa-Lobos. Invoca a Schumann, a Monk, a Fats Waller, y en cada homenaje es esos músicos revividos y es él mismo. En el profondo silencio que envuelve el sonido del piano se percibe la vibración del metro que pasa cerca y a veces, imperdonablemente, el jaleo de los cubitos de hielo en el bar.

Luego me atrevo a acercarme a él, desmedrado y pálido entre la gente que lo felicita al final. Le estrecho la mano y me da las gracias mirándome un momento con sus ojos huidizos detrás de las gafas. Voy después camino del metro por la acera grande y sombría de la séptima avenida, distinguiendo de lejos los globos de luz verde pálido que señalan la entrada a la estación, acompañado por la música, todavía acogido por ella.